El llamado “Período Especial en Tiempos de Paz” fue una profunda crisis económica que vivimos los cubanos a partir de 1990, tras la caída de la Unión Soviética y del bloque de países socialistas, principales aliados comerciales y económicos del país en aquel entonces. Esta situación provocó una escasez severa en todos los aspectos básicos de la sociedad, y el golpe más fuerte recayó en la alimentación del pueblo. Esta penuria junto a los frecuentes cortes de corriente o “apagones”, hacían de la vida del cubano un verdadero reto diario.
Durante esa etapa, la dieta de los cubanos se vio gravemente afectada por la falta continua de los alimentos habituales. Las familias tuvieron que recurrir a platillos improvisados y al consumo de productos no tradicionales. En este escenario, la imaginación y la iniciativa ciudadana jugaron un papel determinante. De la desesperación, sobre todo de las amas de casa que debían llevar algo de comida a la mesa cada día, surgieron múltiples recetas y formas de elaboración que permanecen en la memoria de quienes vivieron esa etapa como “Platos del Período Especial”. Algunos los conocí personalmente; otros, en cambio, parecen más fruto del mito popular, en ocasiones exagerado.
Aunque resulta imposible enumerarlos todos, quiero dejar plasmados algunos de los más representativos, que estoy seguro muchos compatriotas de mi generación recuerdan perfectamente.
Debido a la escasez de carne, surgió el famoso “Bistec de toronja”. El cítrico, tras ser pelado y despojado de sus semillas, se hervía a fuego lento y luego se aplastaba hasta darle una textura similar a la carne. Adobado con un mojo criollo, lograba engañar al paladar hambriento. La berenjena también fue usada como sustituto, con resultados semejantes.
En el ámbito popular se comentaba, aunque sin pruebas concluyentes, acerca del tristemente célebre “Bistec de frazada de piso”. Según el rumor, la frazada se hervía y machacaba hasta quedar blanda, luego se adobaba y freía. En lo personal, considero que este plato pertenece más al terreno de la leyenda que al de la realidad, aunque muchos aseguraban lo contrario.
En cuanto a los “picadillos”, el ingenio fue aún más variado. Se hacía uno con cáscara de plátano, previamente ablandada y molida, que absorbía el sabor del sofrito. Otro, muy difundido, se preparaba con gofio, la harina de maíz y cereales tostados. Incluso la col llegó a convertirse en picadillo, transformándose en plato fuerte de numerosos hogares.
Con un tono picaresco, entre familiares y amigos se comentaba la desaparición de gatos, perros callejeros e incluso de las auras tiñosas en el cielo. No pocos afirmaban que terminaron en las ollas o convertidos en hamburguesas improvisadas. ¿Mito o realidad? Lo cierto es que desaparecieron de las calles, y eso aún hoy da que pensar.
Para aliviar la crisis alimentaria, el Gobierno autorizó a cultivar en jardines y áreas verdes. Allí se sembraron hierbas aromáticas como cebollino y ajo porro. Con ellas y con la famosa “pastillita” de caldo de pollo, res o cerdo, se elaboraban las “sopas de sustancia”, que solían acompañarse de pan o, en el mejor de los casos, de boniato hervido.
El desayuno y la merienda de los niños fueron un verdadero martirio. Ante la ausencia de leche y yogur, muchas madres tuvieron que recurrir al agua con azúcar y a un pequeño pan de 80 gramos para paliar el hambre de los más pequeños.
La grasa para cocinar también escaseó. El aceite vegetal y la manteca de cerdo fueron sustituidos por manteca de coco o, en el peor de los casos, por la grasa extraída de la tenca, un pescado desagradable que a veces llegaba por la cuota normada. Incluso hubo ocasiones en que el agua del grifo sustituyó al aceite para freír un huevo.
El arroz, infaltable en la mesa cubana, se redujo al mínimo. En su lugar se utilizó espagueti o fideos de trigo, que eran cortados en trocitos para simular granos de arroz y cocinados como si lo fueran.
Otra leyenda urbana relataba que, ante la ausencia total de queso, algunos vendedores sin escrúpulos usaron condones como sustituto en pizzas callejeras, porque al derretirse simulaban la textura del queso mozzarella.
El café, inseparable de la identidad cubana, también sufrió. Para hacer rendir la escasa cuota, se comenzó a mezclar con chícharos tostados y molidos, primero en un 30 %, y luego hasta la mitad de la mezcla. Aunque el sabor no era comparable, con el tiempo se aceptó y terminó formando parte de la costumbre.
La creatividad se extendió también a los postres. Aparecieron los coquitos de zanahoria, el dulce de pepino en almíbar o el rallado de la corteza del tronco de la papaya, que imitaba al dulce de coco. Hasta el sabroso flan de huevo y leche tuvo su sustituto con el flan de papa, hecho con los ingredientes accesibles en aquellos momentos: papa y azúcar. Aunque el sabor era bien distinto al flan tradicional, su dulzura y consistencia lo convirtieron en un postre muy apreciado en medio de la escasez.
Incluso hierbas consideradas malezas, como la verdolaga, pasaron de los jardines a la mesa, preparadas en salsa o como ensaladas.
El Período Especial dejó una huella imborrable en la memoria colectiva de los cubanos. Entre carencias extremas, imaginación desbordante, recetas imposibles y leyendas que aún hoy se cuentan, la cocina se convirtió en un reflejo de resistencia y supervivencia. Aquellos “platos” fueron más que comida: fueron símbolos de la creatividad forzada por la necesidad y de la voluntad de un pueblo que, aun en los momentos más duros, nunca dejó de buscar la manera de compartir, de inventar y de sentarse juntos a la mesa. Porque al final, en Cuba, hasta en la miseria, la comida siguió siendo un acto de esperanza.
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