🍳 Secretos prácticos de la abuela que harán la diferencia en tu cocina
Hay cosas que uno aprende solo después de verlas muchas veces. Como cuando la abuela te decía: “No te mates pelando los ajos como loco”, mientras los aplastaba con el mango del cuchillo. ¡Y listo! La cáscara salía volando, y en segundos tenía el ajo listo para el sofrito.
Y hablando de frituras... ¿Te has fijado en ese olor fuerte que deja el aceite después de freír pescado? La abuela tenía la solución: “Échale una cáscara de papa al sartén antes de freír, y verás que el aceite no queda apestoso.” Santo remedio, como todo lo que decía.
En casa nunca se desperdiciaba nada. Si sobraban yemas de huevo, se guardaban en una vasija cubiertas con agua, directas al refrigerador. Días después, como nuevas. Todo tenía su truco, incluso lo que parecía inútil.
Los frijoles, por ejemplo. Si alguna vez te han quedado duros, la abuela te regañaría: “¿No los pusiste en agua desde ayer? ¡Así no hay quien los ablande!” Siempre con tiempo y paciencia, como debe ser.
Y los limones, tan esenciales en la cocina cubana... Ella los guardaba en una bolsita plástica bien cerrada dentro del refrigerador. “Así no se te secan ni se te espantan”, decía con picardía.
Cuando la salsa quedaba muy espesa, no se complicaba. Un chorrito de leche caliente y asunto resuelto. Quedaba más cremosa, sin perder su sabor. Lo mismo hacía con la pasta: le echaba un toque de aceite al agua para que no se pegara. “Eso es cocina con cariño”, aseguraba.
Y si algo la molestaba eran las salpicaduras de aceite. Su truco infalible: espolvorear un poquito de sal en la sartén antes de echar los alimentos. ¡Y listo! Ni quemaduras ni manchas.
Eso sí, cuando usaba vino en las comidas, siempre decía “Primero déjalo hervir un poquito pa' que bote el alcohol”. Y tenía razón, el sabor quedaba más suave y sabroso.
Los vegetales, tan coloridos como sabrosos, también tenían su secreto: un chorrito de limón al agua de cocción para que mantuvieran su color. Así salían del caldero igualitos a como entraron.
Si querías papas fritas de verdad, crujientes como las de fonda, te decía: “Primero córtalas finitas, échales sal y congélalas. Después las echas así mismo, congeladas, en aceite caliente.” Resultado: puro placer.
Para picar hierbas como el cilantro o el cebollino, ella no usaba cuchillo. Sacaba una tijera vieja pero filosa y ¡zas! En segundos todo picadito. Más fácil, más rápido y más seguro.
¿Y si algo se salaba de más? En vez de disgustarse, lo arreglaba: quitaba líquido, echaba un poco más de caldo, y añadía azúcar, limón o hasta papas para equilibrar. “Todo tiene arreglo, menos lo que se bota”, bromeaba.
Su puré de papas era famoso. El truco: cocerlas peladas y troceadas desde agua fría, escurrirlas bien y majarlas en caliente con leche y mantequilla. Un verdadero poema de sabor.
Y si había que usar pasta de tomate, siempre le ponía una cucharadita de azúcar enseguida. “Pa' quitarle esa acidez que te frunce la boca.” Así quedaba todo más sabroso, más casero.
¿Ves? No eran fórmulas secretas, ni nada sacado de libros raros. Solo era sentido común, paciencia y amor por lo que se hace. Esos consejos no están en Google ni en YouTube: viven en la memoria de quienes cocinan con el corazón.
Muy pronto la abuela nos seguirá contando sus secretos. ¡No te lo pierdas!
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